El alba del Viernes Santo
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El alba del Viernes Santo. Emilia Pardo Bazán
Cuando creyendo hacer bien hacemos mal —dijo Celio—, el corazón sangra, y nos acordamos de la frase de una heroína de Tolstoi: «No son nuestros defectos, sino nuestras cualidades, las que nos pierden». Cada Semana Santa experimento mayor inquietud en la conciencia, porque una vez quise atribuirme el papel de Dios. Si algún día sabéis que me he metido fraile, será que la memoria de aquella Semana Santa ha resucitado en forma aguda, de remordimiento. Así que me hayáis oído, diréis si soy o no soy tan culpable como creo ser.
Fragmento de la obra
Es el caso que —por huir de días en que Madrid está insoportable, sin distracciones ni comodidades, sin coches ni teatros y hasta sin grandes solemnidades religiosas— se me ocurrió ir a pasar la Semana Santa a un pueblo donde hubiese catedral, y donde lo inusitado y pintoresco de la impresión me refrescase el espíritu. Metí ropa en una maleta y el Miércoles Santo me dirigí a la estación; el pueblo elegido fue S•••, una de las ciudades más arcaicas de España, en la cual se venera un devotísimo Cristo, famoso por sus milagros y su antigüedad y por la leyenda corriente de que está vestido de humana piel.
En el mismo departamento que yo viajaba una señora, con quien establecí, si no amistad, esa comunicación casi íntima que suele crearse a las pocas horas de ir dos seres sociables juntos, encerrados en un espacio estrecho. La corriente de simpatía se hizo más viva al confesarme la señora que se dirigía también a S••• para detenerse allí los días de Semana Santa.
No empiecen ustedes a suponer que amaga algún episodio amoroso, de esos que en viaje caminan tan rápidos como el tren mismo. No me echó sus redes el amor, sino algo tan dañoso como él: la piedad. Era mi compañera de departamento una señora como de unos cuarenta y pico de años, con señales de grande y extraordinaria belleza, destruida por hondísimas y lacerantes penas, más que por la edad. Sus perfectas facciones estaban marchitas y adelgazadas; sus ojos, negros y grandes, revelaban cierto extravío y los cercaban cárdenas ojeras; su boca mostraba la contracción de la amargura y del miedo. Vestía de luto. Para expresar con una frase la impresión que producía, diré que se asemejaba a las imágenes de la Virgen de los Dolores; y apenas me refirió su corta y terrible historia, la semejanza se precisó, y hasta creí ver sobre su pecho anhelante brillar los cuchillos; seis hincados en el corazón, el séptimo ya a punto de clavarse del todo.
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