Torquemada en la Cruz
€22.00 IVA incluido
ISBN tapa dura: 9788411263283
ISBN rústica tipográfica: 9788490079041
La Tetralogía de las novelas de Torquemada es un conjunto de novelas de Benito Pérez Galdós publicadas entre 1889 y 1895. La que abre el grupo, titulada Torquemada en la hoguera (1889), se enmarca aún dentro del «ciclo de la materia», el primero del conjunto de las novelas españolas contemporáneas.
Ya dentro del «ciclo espiritualista», Galdós escribió a partir de 1893, en tres años sucesivos, Torquemada en la cruz (1893), Torquemada en el purgatorio (1894) y Torquemada y San Pedro (1895). Su protagonista, Francisco Torquemada, es un prestamista que ejerciendo la usura prospera en el Madrid de los primeros años de la Restauración.
La trilogía se abre con Torquemada en la cruz y se mueve en un triple escenario:
- el siglo XIX envilecido por todo lo que es material;
- el Madrid galdosiano del multimillonario Torquemada;
- y el esperpento familiar de los Águila, aristócratas arruinados (los hermanos Cruz, Fidela y Rafael).
Galdós, narrando la trama urdida por Cruz, casará a Fidela con el ambicioso Torquemada, ante la mirada escandalizada del ciego Rafael. Una trama que le servirá al novelista para mostrar el fenómeno social común a la España y la Europa del último cuarto del siglo XIX, la actitud de una clase dominante «que no transige con la democracia política, pero sí con la democracia del dinero».
Pues señor… fue el 15 de Mayo, día grande de Madrid (sobre este punto no hay desavenencia en las historias), del año… (esto sí que no lo sé; averígüelo quien quiera averiguarlo), cuando ocurrió aquella irreparable desgracia que, por más señas, anunciaron cometas, ciclones y terremotos, la muerte de doña Lupe la de los pavos, de dulce memoria.
Fragmento de la obra
Y consta la fecha del tristísimo suceso, porque don Francisco Torquemada, que pasó casi todo aquel día en la casa de su amiga y compinche, calle de Toledo, número… (tampoco sé el número, ni creo que importe) cuenta que, habiendo cogido la enferma, al declinar la tarde, un sueñecito reparador que parecía síntoma feliz del término de la crisis nerviosa, salió él al balcón por tomar un poco el aire y descansar de la fatigosa guardia que montaba desde las diez de la mañana; y allí se estuvo cerca de media hora contemplando el sin fin de coches que volvían de la Pradera, con estruendo de mil demonios; los atascos, remolinos y encontronazos de la muchedumbre, que no cabía por las dos aceras arriba; los incidentes propios del mal humor de un regreso de feria, con todo el vino y el cansancio del día convertidos en fluido de escándalo. Entreteníase oyendo los dichos germanescos que, como efervescencia de un líquido bien batido, burbujeaban sobre el tumulto, revolviéndose con doscientos mil pitidos de pitos del Santo, cuando…
«Señor —le dijo la fámula de doña Lupe, dándole tan tremendo palmetazo en el omóplato, que el hombre creyó que se le caía encima el balcón del piso segundo—, señor, venga, venga acá… Otra vez el accidente. De esta me parece que se nos va.»
Corrió a la alcoba don Francisco, y en efecto, a doña Lupe le había dado la pataleta. Entre el amigo y la criada no la podían sujetar; trincaba la buena señora los dientes; en sus labios hervía una salivilla espumosa, y sus ojos se habían vuelto para dentro, como si quisieran cerciorarse por sí mismos de que ya las ideas volaban dispersas por esos mundos. No se sabe el tiempo que duraron aquellas fieras convulsiones. Pareciéronle a don Francisco interminables, y que se acababa el día de San Isidro y le seguía una larguísima noche, sin que doña Lupe entrase en caja. Mas no habían sonado las nueve, cuando la buena señora se serenó, quedándose como lela. Diéronle de un brebaje, cuya composición farmacológica no consta en autos, como tampoco el nombre de la enfermedad, se mandó recado al médico, y hallándose la enferma en completa quietud de miembros, precursora de la del sepulcro, con toda la vida que le restaba asomándose a los ojos, otra vez vivos y habladores, comprendió Torquemada que su amiga quería hablarle, y no podía. Ligera contracción de los músculos de la cara indicaba el esfuerzo para romper el lúgubre silencio. La lengua al fin, pellizcada por la voluntad, se despegó, y allá fueron algunas frases que solo don Francisco con su sutil oído y su conocimiento de cuanto pudiera pensar y decir la de los pavos podía entender.
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