Los muertos mandan
€3.00
ISBN rústica: 9788499533193
En la novela Los muertos mandan, de Vicente Blasco Ibáñez, Jaime Febrer es el heredero de una familia mallorquina de alcurnia y está arruinado. Ha dilapidado su escasa herencia.
La única solución posible pasa por pactar un buen matrimonio con una heredera que ansíe la reputación del apellido Febrer y que pueda llenar las arcas de la familia. Una chueta, una joven de familia judía, está dispuesta a casarse con Febrer.
Febrer pide la mano de la joven pero sus «muertos» lo hacen arrepentirse. Entonces huye a Ibiza asustado y se refugia en una propiedad que todavía le pertenece. Allí se verá obligado a comerse su orgullo de señorito y aceptar la ayuda de un peón para sobrevivir, y termina enamorándose de la hermosa hija de su benefactor. De nuevo los «muertos» de Febrer volverán a hablar para disuadirlo.
Jaime Febrer se levantó a las nueve de la mañana. Madó Antonia, que le había visto nacer —servidora respetuosa de las glorias de la familia—, movíase desde las ocho en la habitación, para despertarle. Pareciéndole escasa la luz que penetraba por el montante de un amplio ventanal, abrió las hojas de madera carcomida, desprovistas de vidrios. Luego levantó las colgaduras de damasco rojo galoneadas de oro que cubrían como una tienda de campaña el amplio lecho majestuoso, en el que habían nacido, procreado y muerto varias generaciones de Febrer.
Fragmento de la obra
La noche anterior, al retirarse del Casino, la había encargado Jaime con gran insistencia que le despertase temprano. Estaba invitado a almorzar en Valldemosa. «¡Arriba!» La mañana era de las mejores de primavera; en el jardín de la casa chillaban a coro los pájaros sobre las ramas florecientes, mecidas por la brisa que enviaba el vecino mar por encima de la muralla.
La criada se fue, camino de la cocina, al ver que el señor se decidía al fin a echarse fuera de la cama. Anduvo Jaime Febrer casi desnudo por la habitación, ante la ventana abierta, partida por una columna delgadísima. No había miedo de que le viesen. La casa de enfrente era un palacio viejo como el suyo; un caserón de pocos huecos. Frente a su ventana se extendía un muro de color indefinido, con profundos desconchados y restos de antiguas pinturas, pero tan próximo por la estrechez de la calle, que parecía poder tocarse con la mano.
Edición de referencia: Valencia, Editorial Prometeo, 1923.