Los de mañana
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Los de mañana. Emilia Pardo Bazán
La institutriz acababa de entrar en el dormitorio, acompañada de la doncella, que, dirigiéndose al gabinete contiguo, abría las maderas y los grifos del baño, y preparaba toallas, frascos y enseres de tocador. La niña se metió los dedos entre la melena, abrió la boca en un desperezo y se dispuso a dejar las sábanas. ¡Qué bien se estaba en la cama! Y no había remedio… Madame —la institutriz era una viuda cuarentona— no transigía con esto… Bueno; ni con nada. ¡Sí, transigir!
Fragmento de la obra
—Allons, mademoiselle Solange!
Antes —este adverbio se refería a tiempos felices— madame Moutier, algo seriota, pero mujer excelente, gastaba otro genio, y Solange podía a veces hacer su santo gusto. Ahora, desde que el hijo de la institutriz se encontraba en el frente, la madre, sin hacer jamás alusión a sus angustias, vivía en perpetua tensión, y su nerviosismo se revelaba en un celo exagerado, en el más allá del cumplimiento del deber. Ni un momento de descuido…
—Allons, mademoiselle…
La niña dependía de la hora, del relojillo de acero que Madame llevaba, pendiente de un cordón, deslizado entre dos ojales de su severo corpiño. Aquel ojo gris regulaba los actos del día. Tantos minutos para el baño… Tantos para la toilette… Hora y cuarto de paseo…
Todo lo llevaría en paciencia Solange, si no fuese por la terrible orden que se le había intimado. ¡No volver a dirigir la palabra, reñir a muerte con sus mejores amiguitos Lisbeta y Ludwig! Esto era una injusticia, vamos; esto no se podía tolerar. ¿Qué tenían que ver Lisbeta y Ludwig con la guerra? Y ella, Solange, ¿qué culpa tenía de lo que sucediese allá? En Madrid no se peleaba. Había paz en Madrid. Habiendo paz, no ha de reñir la gente, ¿no es eso? Y mientras humeaban en las cafeterillas minúsculas la leche y el café, y brillaban alegres las tazas y el azucarero de Limoges, decorados con ligeras guirnaldas de violetas rusas, Solange se atrevió a interpelar a su institutriz, en tono zalamero:
—Donc, madame…
Madame, fruncido el ceño, nublada la faz, respondió sin dureza, pero con poca dulzura:
—De sobra lo sabía la señorita, de sobra… Y extrañaba que lo preguntase aún… Nada podía haber en común entre los hijos del secretario de Embajada de la nación más enemiga y la hija del agregado militar de la de su patria… Sería sencillamente escandaloso que se saludasen, que se hablasen ni un momento.
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