La muñequita

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ISBN rústica tipográfica: 9788498163292

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La muñequita. Juan Valera

La muñequita

Hace ya siglos que en una gran ciudad, capital de un reino, cuyo nombre no importa saber, vivía una pobre y honrada viuda que tenía una hija de quince abriles, hermosa como un Sol y cándida como una paloma.
La excelente madre se miraba en ella como en un espejo, y en su inocencia y beldad juzgaba poseer una joya riquísima que no hubiera trocado por todos los tesoros del mundo.
Muchos caballeros, jóvenes y libertinos, viendo a estas dos mujeres tan menesterosas, que apenas ganaban hilando para alimentarse, tuvieron la audacia de hacer interesadas e indignas proposiciones a la madre sobre su hermosa niña; pero ésta las rechazó siempre con aquella reposada entereza que convence y retrae mil veces más que una exagerada y vehemente indignación. Lo que es a la muchacha nadie se atrevía a decir los que suelen llamarse con razón atrevidos pensamientos. Su candor y su inocencia angelical tenían a raya a los más insolentes y desalmados. La buena viuda además estaba siempre hecha un Argos, velando sobre ella.
Aconteció, pues, que la fama de las rarísimas y altas calidades de la muchacha llegó a oídos del rey, el cual, como mozo y apasionado, quiso verla, y, habiéndola visto, se enamoró locamente. Su majestad se valió, según costumbre, de su primer chambelán o gentilhombre, persona muy discreta, sigilosa e insinuante, para que interviniese en este negocio y allanase obstáculos; pero toda la habilidad de aquel experimentado paraninfo y todo el mar de dinero en que prometía hacer nadar a la viuda y a su hija fueron a estrellarse contra la inaudita virtud de ambas, más firme que una roca. El ultimátum con que se terminaron tan importantes negociaciones estaba concebido y expresado en estos términos por la buena de la viuda: «Si S. M. quiere venir a mi casa con el cura, que venga cuando guste; mi hija tendrá a mucha honra ser la reina, su esposa; pero si S. M. piensa que ha de lograr algo de otra suerte, se equivoca muy mucho».
En una época de severas virtudes, ya que no de virtudes severas, de sentimientos democráticos, aquella contestación hubiera sido aplaudida; mas entonces había tal corrupción en las costumbres y era tal el espíritu aristocrático y de subordinación a las altas jerarquías sociales, que el rey, los cortesanos, las damas y pueblo todo, para no indignarse de los humos de la viuda y de su hija, determinaron reírse y declararlas tonti-locas, llamándolas las cogotudas hambrientas, las reinas andrajosas, las pereciendo por su gusto y otros dictados y títulos de escarnio. No podían las tristes tocar siquiera el ándito de la casa en que vivían sin verse poco menos que silbadas y abochornadas. Cuando iban a misa los domingos, decían las comadres al verlas pasar:
—Ahí va la reina; miren qué majestad y qué entono. ¿Cómo puede ir tan tiesa con el estómago vacío?
Con lo cual y con otras frases del mismo género apuraban y hacían llorar a la chica, que era más bendita que el pan, y que no sabía soltar la lengua y contestarles su merecido.
Ella y su madre tenían una paciencia y una dulzura a toda prueba y nunca se exacerbaban con los malos tratamientos, ni se arrepentían de haber despreciado tan buena ocasión de hacerse ricas.
La muchacha, no contenta con ser sufrida y perdonar las injurias, era en extremo amorosa para con todos. A los mismos seres inanimados o al parecer inanimados se extendía su caridad. Amaba las flores, los árboles, las estrellas, las nubes y hasta las chinitas del río. A nadie le hacía daño, antes procuraba hacer todo el bien posible. Mas esto no mejoraba, sino empeoraba su suerte. No teniendo ya quién le diese qué hilar para mantenerse, tuvo que ir a trabajar al campo en compañía de su madre, donde ora cogiendo aceitunas, ora espigando, ora en otras más recias faenas, se tostaba su linda cara con los rayos del Sol, se encallecían sus blancas y delicadas manos y se entristecía su alma, oyendo que de continuo la llamaban por mofa la reina.

Fragmento de la obra

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