La fontana de oro
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ISBN rústica tipográfica: 9788499532127
La Fontana de Oro es la primera novela de Benito Pérez Galdós y se publicó en 1870. La acción transcurre en la ciudad de Madrid durante los años del Trienio Constitucional (1820-1823).
Enmarcada en el reinado de Fernando VII, en sus páginas Galdós narra acontecimientos como el levantamiento del general Riego. Se relata también la posterior llegada a Madrid el 24 de mayo de 1823 de los Cien Mil Hijos de San Luis para restablecer la tiranía del monarca. Reuniones clandestinas de logias masónicas y «sectas ultramontanas»; actuaciones de grandes oradores como Antonio Alcalá-Galiano; escaramuzas entre milicianos liberales y realistas; fusilamientos en masa y ejecuciones en la plaza de la Cebada tras la victoria absolutista.
La trama principal de la novela se centra en la relación amorosa entre dos jovenes de orígenes e ideologías muy diferentes. Lázaro es romántico y liberal, mientras que Clara es una joven huérfana que vive con su tío, de pensamiento absolutista y muy intolerante.
Es una obra de entorno urbano, concretamente del Madrid fernandino. Se trata de una idéntica a la que vivía Pérez Galdós, en la que el famoso café es el escenario principal. Toma su título del café situado cerca de la Puerta del Sol. Allí se reunían a artistas y tribuna oratoria para políticos liberales.
La Fontana de Oro es una novela en la que no faltan ni el realismo del momento ni cierto costumbrismo. También es visible una vocación histórica y política que lleva a incorporar personajes reales y acontecimientos históricos, unos rasgos que Pérez Galdós desarrollará posteriormente en los Episodios Nacionales.
Capítulo I. La Carrera de San Jerónimo en 1821
Durante los seis inolvidables años que mediaron entre 1814 y 1820, la villa de Madrid presenció muchos festejos oficiales con motivo de ciertos sucesos declarados faustos en la Gaceta de entonces. Se alzaban arcos de triunfo, se tendían colgaduras de damasco, salían a la calle las comunidades y cofradías con sus pendones al frente, y en todas las esquinas se ponían escudos y tarjetones, donde el poeta Arriaza estampaba sus pobres versos de circunstancias. En aquellas fiestas, el pueblo no se manifestaba sino como un convidado más, añadido a la lista de alcaldes, funcionarios, gentiles-hombres, frailes y generales; no era otra cosa que un espectador, cuyas pasivas funciones estaban previstas y señaladas en los artículos del programa, y desempeñaba como tal el papel que la etiqueta le prescribía.
Fragmento de la obra
Las cosas pasaron de distinta manera en el período del 20 al 23, en que ocurrieron los sucesos que aquí referimos. Entonces la ceremonia no existía, el pueblo se manifestaba diariamente sin previa designación de puestos impresa en la Gaceta; y sin necesidad de arcos, ni oriflamas, ni banderas, ni escudos, ponía en movimiento a la villa entera; hacía de sus calles un gran teatro de inmenso regocijo o ruidosa locura; turbaba con un solo grito la calma de aquel que se llamó el Deseado por una burla de la historia, y solía agruparse con sordo rumor junto a las puertas de Palacio, de la casa de Villa o de la iglesia de Doña María de Aragón, donde las Cortes estaban.
¡Años de muchos lances fueron aquellos para la destartalada, sucia, incómoda, desapacible y obscura villa! Sin embargo, no era ya Madrid aquel lugarón fastuoso del tiempo de los reyes tudescos: sus gloriosas jornadas del 2 de Mayo y del 3 de Diciembre, su iniciativa en los asuntos políticos, la enaltecían sobremanera. Era, además, el foro de la legislación constituyente de aquella época, y la cátedra en que la juventud más brillante de España ejercía con elocuencia la enseñanza del nuevo derecho.
A pesar de todos estos honores, la villa y corte tenía un aspecto muy desagradable. Mari-Blanca continuaba en la Puerta del Sol como la más concreta expresión artística de la cultura matritense. Inmutable en su grosero pedestal, la estatua, que en anteriores siglos había asistido al tumulto de Oropesa y al motín de Esquilache, presidía ahora el espectáculo de la actividad revolucionaria de este buen pueblo, que siempre convergía a aquel sitio en sus ovaciones y en sus trastornos.
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