La emparedada

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La emparedada (1907) es un relato que se desarrolla en una entorno pseudofantástico, y que tiene por protagonista a una zarina repudiada por el zar y confinada de por vida en un convento. La mujer, así, se encuentra encerrada en una celda con tres ventanas; una de las ventanas mira sobre el techo de una iglesia con su cúpula dorada; la segunda se asoma a un hermoso jardín florido, mientras que la última mira hacia un cementerio. La vida de la mujer transcurre asomándose a las dos primeras ventanas e intentando evitar la tercera.
La historia concluye cuando, por primera vez, se asoma por la ventana que da al cementerio, y abre los brazos al darse cuenta de que «la libertad está allí».
Las tres ventanas simbolizan las únicas opciones disponibles para las mujeres que sufren el peso de la discriminación y el acoso en la sociedad de la época, así como la imposibilidad de tomar decisiones y controlar su propia vida.
La primera ventana simboliza la opción a una vida recluida en la fe religiosa y la Iglesia, promovidos culturalmente por el sistema educativo dominante.
La segunda ventana evoca los ideales de feminidad que asocian a las mujeres con la naturaleza y la belleza. La mujer destinada a embellecer y cuidar de la casa.
Por último, encontramos la tercera ventana como única opción para las mujeres que se rebelan contra el orden establecido, o que son rechazadas por este, como es el caso de la protagonista.
La emparedada es un cuento que combina elementos de realismo y simbolismo, y que reflexiona sobre temas como la soledad, la libertad y la discriminación de género.

Reclinada sobre tapices persas, pálida y triste, entre humaredas de pebeteros que la envuelven en nubes de exóticos inciensos y violentos sahumerios orientales, la zarina tiembla, pues va a regresar su esposo, su terrible esposo, de la guerra o de la caza. Y cuando regrese, sufrirá la zarina el suplicio de la marmórea indiferencia y el desdén brutal con que la mira y la trata su dueño, harto de su hermosura y airado contra la mujer que no consigue atraerle a sus brazos.
¿Por qué la aborrece el zar? La zarina lo ignora. Sus espejos de plata bruñida le dicen que es bella. Su caudalosa mata de pelo, color de cobre limpio, ondea y se encrespa hasta el borde del pesado caftán de terciopelo verde recamado de oro. Sus perfectas facciones parecen cinceladas, como suelen parecer las de sus paisanas, las hijas de la Georgia. Su piel clara brilla con dulce resplandor nacarino. Sus manos son tan delicadas y prolongadas como las de la icona de marfil que se yergue dentro de una hornacina, al pie del lecho. Sabe tañer, sabe cantar, y ella misma compone los versos de sus melancólicas querellas. ¿Por qué el zar la aborrece? No se atreve a preguntárselo. Quizá no lo sepa él mismo. Hay sentimientos cuyo origen desconoce el alma donde reinan.
Se oyen ladridos de perros, relinchos de caballos, algazara de cazadores. El zar vuelve. La zarina, temblante, apresta la sonrisa, pinta sus mejillas, se prende en el seno una rosa de Teherán, cogida del rosal, que ella misma cuida, y sale al encuentro del esposo, como debe hacer toda esposa fiel y amante. Mientras despojan al zar de sus arreos cinegéticos y le visten ropaje prolijamente bordado, la zarina espera para abrochar a su dueño el redondo broche de turquesas y granates que sujeta la túnica. Cuando se adelanta, dispuesta a hacerlo, con gesto amoroso, el zar la rechaza.
—Zarina, te detesto. Tu vista me es amarga como el absintio. Odio tus ojos azulados y tus lágrimas infantiles, que no aciertas a esconder. Odio la rosa que te adorna y la fragancia que despiden tus labios. Odio tus manos de marfil, semejantes a las de la icona, y tus pies bien formados, que he visto desnudos. Córtate al punto ese largo pelo rizado y, sin murmurar, desaparece en las tinieblas del convento.
—¿En qué he delinquido, señor? Te he sido leal, te he amado, te he obedecido siempre como obedece la mano a la voluntad… ¿Cuál es mi culpa?

Fragmento de la obra

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