John
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John. Emilia Pardo Bazán
John
Fragmento de la obra
Aquel diván del Smart-Círculo, obra de Maple, empezaba a fatigarse de resortes, a consecuencia de haberlo elegido Federico Galluste y yo, dos amigotes, para nuestras confidenciales charlas, ondulatorias y polícromas, como los cendales de Loïe Fuller. Al diferenciarnos, nos completamos. Galluste, tipo de clubman y de sportman, corregía mis frecuentes faltas de «elegancia suprema»; un servidor de ustedes, algo más intelectual, le enmendaba la plana del pensar a menudo. Debo confesar, sin embargo —aun cuando finalmente hayamos reñido Galluste y yo, por motivos que los caballeros no publican—, que este muchacho tuvo siempre el don de no parecer ignorante, merced al tacto exquisito con que evita discutir lo que no entiende, y el baño de conocimientos prácticos que le ha prestado su mundanismo. Huyendo como del fuego de la pedantería cuando no sabe, pregunta discretamente, o guarda hábil silencio.
En la época a que me refiero ahora, Federico —le llamaré así, porque nos encontrábamos en ese período de la amistad en que el apellido no existe— andaba muy preocupado: le faltaba algo esencial, indispensable a un joven tan distinguido.
Ya se comprenderá que este «algo» no era novia ni… Eso se encuentra siempre, suponiendo que se busque, y a veces sin buscarlo. En este particular nos hallábamos conformes los dos amigos, siendo asaz curioso que más adelante nos hayamos peleado…, cabalmente por «eso» que se encuentra a puntapiés. Tampoco era dinero lo que echaba de menos Federico. Apenas sí empezaba a morder en su saneada hacienda. Para decirlo pronto: faltábale un criado a la moderna, un ayuda de cámara «según su ideal». ¿Dónde anidaría tal fénix? El sirviente apetecido tenía que saber mucho: conocer a fondo los misterios de la perfecta tenue y del confort refinado y exasperado, sin el cual no se concibe la vida; entender a un volver de ojos, adivinar lo que no entienda, no importunar jamás, no poner en ridículo a su amo ni en caso de muerte; ser otro yo de su señor; desviarle de los pies las chinitas; ahorrarle toda molestia y salvaguardar su amor propio y sus vanidades, tuétano del alma contemporánea…
—Me temo —susurraba con resignada melancolía Federico— que nada lograré hasta el otoño (estábamos en marzo), y eso si voy a las cacerías de Escocia con los Ambas Castillas y los Mordaunt… Solo en tierra británica se cría esa casta de servidores. Entretanto, bonito invierno me espera. ¿Tú habrás leído en algún verso que la felicidad consiste en el amor, o en la gloria, y en tratados muy doctos, que consiste en los millones? Ríete a carcajadas. La felicidad es un criado como el que yo sueño: ni honrado, ni adicto; pero… enterado. ¿Qué me robará? Me robará con uñas limpias; ahora me roban con manos puercas. La felicidad es el bienestar de cada momento, y ese bienestar nos lo preparan los sirvientes. Mi bienestar se compone de más menudencias que el de los otros mortales; tengo mis manías; si, por ejemplo, mis pares de botas no están alineados perfectamente, soy desgraciado un minuto; y varios minutos de desgracia hacen un día infeliz… ¡Bien, paciencia!… Si no aparece lo que he soñado, soy capaz de casarme…, ¡supuesto que mi mujer reúna condiciones para sustituir a mi ensueño!
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