Inútil
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Inútil. Emilia Pardo Bazán
Ello ocurrió en una antes floreciente ciudad, cuyas casas se venían abajo, minadas por el embate de los proyectiles, y donde no quedaba ya, al parecer, un solo habitante.
Fragmento de la obra
Los deberes de mi profesión me habían llevado allí. Yo tenía que escribir la información para un gran periódico, y procuraba estar a la altura de mi cargo. Pasaba a través del incendio, no rehuía la metralla, pisaba alambradas, dormía al raso, con temperaturas de diez o doce grados bajo cero; comía poco, y detestable; por milagro alcanzaba un sorbo de coñac; pero todo esto era nada en comparación de la huella que iban marcando en mi ánimo tan terribles cuadros y tanto estrago y matanza incesantes.
Había llegado a serme indiferente el peligro personal. Porque mi vida, en tal odisea, pendió de un cabello tantas veces, que llegué a tener opinión ventajosa de mi valor. Mal o bien, los beligerantes se protegían mutuamente: eran la colectividad. Yo era el individuo aislado, tal vez sospechoso, a quien nadie atendía, y que vagaba, como entonces, solo, en medio de la desolación, la ruina y el incendio, en una noche rigurosa, por señas la última noche del año…
El cielo, alto y puro, claveteado de innumerables y límpidas estrellas, cubría como azul pabellón el espectáculo doloroso de la tierra despedazada por sus hijos, el gran parricidio del destrozo, consciente y calculado, de un foco de vida; una colmena ayer zumbadora y destilando mieles de riqueza.
Recorrí las calles; me asomé a las arrancadas puertas; empujé el cancel de las iglesias, cuyas torres se habían hundido; registré las casuchas… Ni una voz, ni un resuello, ni un gemido pude sorprender.
Empujado por no sé qué idea, me dirigí hacia unas tapias blancas, que, semideshechas, se parecían al extremo de un arrabal. No necesité empujar la verja que las cerraba, porque lienzos enteros de la muralla se encontraban derribados, descubriendo el interior del recinto. Y los sombríos cipreses, las lápidas de mármol que blanqueaban, las cruces profanas y partidas, las hileras de nichos, me dijeron que había dado con el fin de toda grandeza y de toda desventura, con el acabadero de los afanes, combates y violencias del hombre.
Era el centenario de la ciudad.
Aunque no pareciese natural buscar vida en la mansión de muerte, no sé explicar por qué se me figuró que no todo estaba muerto allí. Creí escuchar unas quejas tiernas, dolientes, implorantes. Era el vagido de una criatura acabada de nacer.
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