Historias y cuentos de Galicia

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ISBN rústica ilustrada: 9788499538013
ISBN tapa dura: 9788411262934

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Emilia Pardo Bazán, coruñesa de origen y buena conocedora de su tierra, sus gentes, su folklore, sus leyendas y tradiciones, recurre a la reelaboración de éstas en muchos de sus relatos de ambientación galaica, sobre todo en los que transcurren en el medio rural, donde precisamente seguían y siguen vigentes muchas de esas tradiciones y leyendas populares.
Historias y cuentos de Galicia es una compilación de cuentos ambientados en Galicia. Reflejan el realismo que caracterizó a la autora y poseen algunos tintes costumbristas correspondientes a la época. Con estos relatos se adentra en la problemática rural y urbana de la Galicia de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, aunque el interés de doña Emilia era un de «regionalismo afectivo», nunca político ni ideológico.

«La forma primaria de la novela es el cuento, no escrito, sino oral, embeleso del pueblo y de la niñez. Cuando al amor de la lumbre, durante las largas veladas de invierno, o hilando su rueca al lado de la cuna, las tradicionales abuela y nodriza refieren en incorrecto y sencillo lenguaje medrosas leyendas o morales apólogos, son… ¡quién lo diría!… precedentes de Balzac, Zola y Galdós.»

Un destripador de antaño
La leyenda del «destripador», asesino medio sabio y medio brujo, es muy antigua en mi tierra. La oí en tiernos años, susurrada o salmodiada en terroríficas estrofas, quizá al borde de mi cuna, por la vieja criada, quizá en la cocina aldeana, en la tertulia de los gañanes, que la comentaban con estremecimientos de temor o risotadas oscuras. Volvió a aparecérseme, como fantasmagórica creación de Hoffmann, en las sombrías y retorcidas callejuelas de un pueblo que hasta hace poco permaneció teñido de colores medievales, lo mismo que si todavía hubiese peregrinos en el mundo y resonase aún bajo las bóvedas de la catedral el himno de Ultreja. Más tarde, el clamoreo de los periódicos, el pánico vil de la ignorante multitud, hacen surgir de nuevo en mi fantasía el cuento, trágico y ridículo como Quasimodo, jorobado con todas las jorobas que afean al ciego Terror y a la Superstición infame. Voy a contarlo. Entrad conmigo valerosamente en la zona de sombra del alma.

I
Un paisajista sería capaz de quedarse embelesado si viese aquel molino de la aldea de Tornelos. Caído en la vertiente de una montañuela, dábale alimento una represa que formaba lindo estanque natural, festoneado de canas y poas, puesto, como espejillo de mano sobre falda verde, encima del terciopelo de un prado donde crecían áureos ranúnculos y en otoño abrían sus corolas moradas y elegantes lirios. Al otro lado de la represa habían trillado sendero el pie del hombre y el casco de los asnos que iban y volvían cargados de sacas, a la venida con maíz, trigo y centeno en grano, al regreso, con harina oscura, blanca o amarillenta. ¡Y qué bien «componía», coronando el rústico molino y la pobre casuca de los molineros, el gran castaño de horizontales ramas y frondosa copa, cubierto en verano de pálida y desmelenada flor; en octubre de picantes y reventones erizos! ¡Cuán gallardo y majestuoso se perfilaba sobre la azulada cresta del monte, medio velado entre la cortina gris del humo que salía, no por la chimenea —pues no la tenía la casa del molinero, ni aun hoy la tienen muchas casas de aldeanos de Galicia—, sino por todas partes; puertas, ventanas, resquicios del tejado y grietas de las desmanteladas paredes!
El complemento del asunto —gentil, lleno de poesía, digno de que lo fijase un artista genial en algún cuadro idílico— era una niña como de trece a catorce años, que sacaba a pastar una vaca por aquellos ribazos siempre tan floridos y frescos, hasta en el rigor del estío, cuando el ganado languidece por falta de hierba. Minia encarnaba el tipo de la pastora: armonizaba con el fondo. En la aldea la llamaba roxa, pero en sentido de rubia, pues tenía el pelo del color del cerro que a veces hilaba, de un rubio pálido, lacio, que, a manera de vago reflejo lumínico, rodeaba la carita, algo tostada por el Sol, oval y descolorida, donde solo brillaban los ojos con un toque celeste, como el azul que a veces se entrevé al través de las brumas del montañés celaje. Minia cubría sus carnes con un refajo colorado, desteñido ya por el uso; recia camisa de estopa velaba su seno, mal desarrollado aún; iba descalza, y el pelito lo llevaba envedijado y revuelto y a veces mezclado —sin asomo de ofeliana coquetería— con briznas de paja o tallos de los que segaba para la vaca en los linderos de las heredades. Y así y todo, estaba bonita, bonita como un ángel, o, por mejor decir, como la patrona del santuario próximo, con la cual ofrecía —al decir de las gentes— singular parecido.

Fragmento de la obra

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