El último pecado
€6.00 IVA incluido
ISBN rústica tipográfica: 9788498163261
El último pecado. Juan Valera
I
El señor don Emilio Cotarelo es un erudito de notable ingenio y de muy buen gusto, a quien debemos estar agradecidos y dar grandes alabanzas los aficionados a la amena literatura y a todas las artes de la palabra. Sus libros nos maravillan por la diligencia y el tino con que el autor ha sabido recoger noticias. Sus libros enseñan mucho y deleitan más. Natural es que sean leídos, comprados y celebrados.
Los ha compuesto ya el señor Cotarelo sobre don Enrique de Villena, sobre el conde de Villamediana y sobre el gran poeta Tirso. Pero lo que ahora me mueve a hablar de este escritor es la serie de estudios que está publicando sobre actores y actrices del siglo pasado. Ya han salido a luz la vida de la divina María Ladvenant, y más recientemente la vida de La Tirana. Ambas obras tienen mayor interés que las novelas, y más que novelas parecen intrincadas selvas de aventuras, lances y casos raros. Al leerlos, no podemos menos de exclamar casi con envidia: ¡Vamos, vamos, no dejaban de divertirse nuestros morigerados abuelos!
Y lo que es para mí el mayor mérito que tienen los libros de que voy hablando, es ser muy sugestivos. El autor no cuenta ni afirma nada sin probar su exacta verdad con documentos fehacientes. Quedan, pues, por contar o apenas indicados entre renglones, mil sucesos importantes y ocultos, los cuales explican o pueden explicar otros cuyas causas no vislumbramos, porque el señor Cotarelo, como historiador severísimo y veraz, tiene que dejarnos a media miel, sin decir como cierto lo que no está evidentemente demostrado, aunque se presuma y haya acerca de ello rastros e indicios. Siguiéndolos, voy a permitirme yo poner aquí algo muy importante de la vida de La Caramba, que el señor Cotarelo, por virtud de su severidad histórica, no ha podido menos de dejarse en el tintero, tal vez a pesar suyo.II
Fragmento de la obra
El 8 de septiembre de 1785, día en que celebra la iglesia la Natividad de la Virgen Santísima Nuestra Señora, en vez de acudir al templo a rezar sus devociones, la desenfadada María Antonia Fernández bajó a pasear en el Prado, a provocar a los galanes y a escandalizar, según tenía de costumbre. Estaba en lo mejor de su edad, como Sol que culmina en el meridiano; famosa por sus conquistas y celebrada por su gracia, por su primor en el vestir, por su gallardo cuerpo, por su andar airoso y por su marcial y bulliciosa desenvoltura. Iba aquel día bizarramente ataviada; brial de raso azul, justillo recamado de seda y oro y bien peinada la negra y undosa mata de pelo, sujeta en rodete en lo alto de la gentil cabeza por rascamoño de oro, lleno de piedras preciosas.
Completaban su tocado el lindo adorno que ella inventó y al que dio su nombre de guerra, llamándole La Caramba, y una mantilla blanca de preciosa y ligera blonda de Almagro.
De repente se oscureció el cielo; se levantó terrible tempestad; el aire silbaba y formaba remolinos; deslumbraban los relámpagos, y los truenos espantosos ensordecían y aterraban. Se abrieron luego las nubes y abundante lluvia, un verdadero diluvio empezó a caer sobre la tierra. No había coche ni silla de manos en que irse, y María Antonia Fernández, alias La Caramba, se refugió en la iglesia de Capuchinos del Prado, donde se celebraba en aquel momento una solemne función religiosa. Predicaba fray Atanasio, predicador tan elocuente como severo. El horror de la tempestad, que continuaba y crecía, las frases tremendas con que el padre fustigaba los vicios y con que describía las penas eternas que Dios justiciero les impone y tal vez asimismo el devoto cuadro de Lucas Jordán, que en aquella iglesia se parecía, representando a la Magdalena a los pies de Cristo, todo compungió por tal arte a la bella pecadora, penetrando en sus entrañas como agudas saetas de fuego, que se llenó de atrición y aun de contrición, sintió que el Altísimo la llamaba a sí y como por milagro quedó convertida.
María Antonia Fernández no volvió a pisar las tablas; hizo desde aquel punto vida retirada y ejemplar; y la amargura de su arrepentimiento tardío, las duras mortificaciones con que se castigó ella misma y la vergüenza y el profundo pesar que el recuerdo de sus pecados le causaba, acabaron pronto con la salud de su cuerpo, concediéndole en cambio la salud del alma.
Todo esto es perfectamente histórico, notorio y sabido entonces en Madrid, y recordado ahora con puntualidad por el señor Cotarelo. Lo que voy a referir como apéndice es lo que generalmente se ignora.
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