El balcón de la princesa

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El balcón de la princesa (1907) es la historia de una princesa cautiva. Querubina es una joven a quien su padre, el rey, mantiene apartada del mundo en una lujosa torre. Su padre cree que es demasiado preciosa para cualquier pretendiente y demasiado hermosa para internarla en un convento.
La joven, desinteresada por las exquisiteces de sus estancias, pasa sus días observando el exterior, sentada en un balcón labrado en marfil. Allí, contempla a lo lejos los movimientos de las mujeres campesinas del poblado cercano. La historia acaba súbitamente cuando la princesa consigue escapar, aunque infructuosamente, ya que simplemente pasa a estar encerrada en la forja de un herrero, que la toma a la fuerza como esposa. 
No consigue entonces la libertad deseada pues ahora, «andrajosa, ahumada, maltratada», está sujeta a otro hombre «por el miedo y la vergüenza de la degradación».

Ésta era una de las princesas más liliales y exquisitas que la imaginación puede concebir, no acertando la pluma ni el pincel a trasladar su imagen, de puro idealmente bonita que la había hecho Dios. Figuraos una carne virgen y nacarada, como formada de hojas de rosa té y reflejos de perla oriental; una cascada de cabello fluido, solar, esparcida por la espalda y juguetona en dorados copos ligeros hasta el borde de la túnica; unas formas gráciles y castas, largas y elegantes, nobles como la sangre azul que le corría por las venas y se transparentaba dulcemente al través de la piel de raso; unos ojos inocentes, santos, inmensos, en que copiaba su azul el infinito: una boca risueña, fragante; unos dientes cristalinos; unas manos largas, blancas como hostias; y aun sumando tantas perfecciones, os quedaréis muy lejos del conjunto que se admiraba en la princesa Querubina.
¿Se admiraba he dicho? Temo que sea inexacta la frase, porque, sujetándonos a la estricta verdad, la princesa Querubina no podía ser admirada, en atención a que casi nadie la había visto, llegando al extremo algunos de sus vasallos de poner en duda su existencia. Fue el caso que el rey, sintiendo una especie de culto de adoración por una hija que no se le parecía en nada (el monarca era fornido, batallador, rudo y terrible), dio en la peregrina manía de pensar que, siendo el mundo y la humanidad un hervidero de maldades, brutalidades y crímenes, un ser tan delicado y celeste como Querubina debía mantenerse siempre lejos y por cima de las miserias del existir. No quería el rey meter a Querubina en un convento, porque, además de convenirle recrearse con su vista y conversación, la idea de que la princesa mortificase con penitencias y abstinencias su cuerpo y de que lo ofendiese con grosero sayal, le era al padre profundamente repulsiva. Y para aislar y reservar a Querubina sin privarla de los regalos y refinamientos que siempre la había prodigado, la trasladó, niña aún, de sus habitaciones a una alta torre construida expresamente y comunicada con el palacio por misteriosa, afiligranada galería.

Fragmento de la obra

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