Cuentos sacroprofanos
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ISBN rústica: 9788499538211
Los Cuentos sacroprofanos de Pardo Bazán resultan un compendio revelador de las diversas tendencias estéticas que se mezclan en el XIX, menos contrapuestas de lo que en general se ha dicho. En la escritora gallega se refleja la tensión propia de su siglo entre lo sacro y lo profano.
En este conjunto de relatos se muestra un interés explícito por contrastar el mundo profano y el sacro. El primero de estos que tiende a ser más realista y contemporáneo y el segundo se inclina hacia el simbolismo y el pasado.
En el prólogo Pardo Bazán reconoce que los Cuentos sacroprofanos contienen
«páginas acentuadamente naturalistas, al lado de otras saturadas de idealismo romántico. Yo sé que todas son verdad (…) Vida es la vida orgánica y también la psíquica».
Este es el caso del cuento La Borgoñona ambos aspectos están conjugados sabia y bellamente. Este relato, ambientado en el siglo XIII, narra las hazañas de una joven que se hace peregrina. Imita el ejemplo de un franciscano que pasa por su granja (una figura de penitente-modelo que adquiere ambiguas connotaciones demoníacas).
En los ojos de la Borgoñona, que mira con arrobado éxtasis al peregrino al comienzo de la historia, y en el de la narradora que transcribe su aventura, se plasma un medievalismo idealizante, recreador de su belleza estética.
Mientras, el padre considera al penitente un «mendigo desharrapado y loco» y se niega a tenerlo en su casa. Así se nos revela los ojos desmitificadores que emplea a veces el realismo-naturalismo para observar el Medievo.
La Borgoñona
El día que encontré esta leyenda en una crónica franciscana, cuyas hojas amarillentas soltaban sobre mis dedos curiosos el polvillo finísimo que revela los trabajos de la polilla, quedéme un rato meditabunda, discurriendo si la historia, que era edificante para nuestros sencillos tatarabuelos, parecía escandalosa a la edad presente. Porque hartas veces observo que hemos crecido, si no en maldad, al menos en malicia, y que nunca un autor necesitó tanta cautela como ahora para evitar que subrayasen sus frases e interpreten sus intenciones y tomen por donde queman sus relatos inocentes. Así todos andamos recelosos y, valga esta propia metáfora, barba sobre el hombro, de miedo de escribir algo pernicioso y de incurrir en grandísima herejía.
Pero acontece que si llega a agradarnos o a producirnos honda impresión un asunto, no nos sale ya fácilmente de la cabeza, y diríase que bulle y se revuelve allí cula el feto en las maternas entrañas, solicitando romper su cárcel oscura y ver la luz. Así yo, desde que leí la historia milagrosa que —escrúpulos a un lado— voy a contar, no sin algunas variantes, viví en compañía de la heroína, y sus aventuras se me aparecieron como serie de viñetas de misal, rodeadas de orlas de oro y colores caprichosamente iluminadas, o a modo de vidriera de catedral gótica, con sus personajes vestidos de azul turquí, púrpura y amaranto. ¡Oh, quién tuviese el candor, la hermosa serenidad del viejo cronista para empezar diciendo: «¡En el nombre del Padre…!»