Cuentos de Alfonso Hernández Catá

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ISBN CM: 9788498166453
ISBN tapa dura: 9788411265324
ISBN rústica: 9788499534305


Tras la publicación de los Cuentos de Alfonso Hernández Catá en varios libros fue considerado en vida uno de los mejores escritores cubanos de todos los tiempos.
Redactor del Diario de la Marina, uno de los periódicos más influyentes del país, y con una carrera diplomática desde muy joven, su obra tiene el aliento cosmopolita del viajero ilustrado y, a su vez, la mirada penetrante de quién percibe y narra con hondura las situaciónes más disímiles.
La siguiente selección de cuentos de Alfonso Hernández Catá comprende historias bíblicas, relatos ambientados en Madrid, viajes a París o episodios de la Guerra cubana por la independencia. Sus protagonistas son personajes de distintas razas, sexos y grupos sociales retratados con intensidad, llenos de conflictos y aspiraciones.

Sumario de la obra

  • La verdad del caso de Iscariote
  • La fábula de Pelayo González
  • Cuento de amor
  • El gato
  • El testigo
  • La culpable
  • La galleguita
  • El hijo de Arnao
  • Confesión
  • Noventa días
  • Los ojos
  • Apólogo de Mary González
  • Cayetano el informal
  • El pagaré
  • Por él
  • La quinina
  • Casa de novela
  • El que vino a salvarme
  • Los chinos
  • Recuento sobre la Estigia
  • Fantasmas
  • El pisapapel
  • El nieto de Hamlet
  • El laberinto
  • La piel
  • Los muertos

La verdad del caso de Iscariote

Su sombra, curvándose en el terreno desigual, se alargaba detrás de él, y en la quietud soporífera de la tarde solo se oían los murmullos vagamente dísonos de la ciudad, y las ráfagas caliginosas que luego de agitar los vergeles y los gallardos sicomoros erguidos a las márgenes del Cedrón, venían a estremecer el desbordamiento gris de su barba y a turbar sus meditaciones. Aquellas tibias ráfagas henchidas de aromas le recordaban los alientos capitosos de Marta y de María la de Magdal.
Había salido de Jerusalén después de la colación de mediodía por la puerta de Efraím, ansioso de expandir en la soledad la turbulencia de sus ideas. Y marchaba con lentos pasos, abatida la cabeza, que solo de tiempo en tiempo alzaba para mirar a su diestra la mole del monte Oliveto y la verde extensión del valle, donde, sobre el reposado ondular, las anémonas y los lirios abríanse como un florecimiento de purezas.
Su pensamiento, saltando los sucesos cercanos, iba hasta la bienhadada hora en que la luz entrando en su espíritu, antes todo tinieblas, habíale hecho abandonar el regalo familiar en su aldea de Karioth, para seguir al sublime maestro. Andaba, andaba, olvidando con sus meditaciones las fatigas de su cuerpo. Y sus pensamientos eran una bendición para los ojos de su materia que habían visto los prodigios de leprosos sanados y de muertos alzados con vidas de sus tumbas, y era un epinicio para los ojos de su alma, que habían logrado conocer en el nazareno enfermizo, de laberíntico platicar y de carácter extraño que iba desde la mansedumbre máxima hasta las iracundas violencias, al hijo de Aquel que en el Cielo todo lo creó y todo desde allí lo rige. Andaba, andaba, y cuando sus pies descalzos se hundían en las pequeñas abras del camino, la túnica, estremeciéndose, acusaba su musculatura viril, y en la bolsa cantaban argentinamente los siglos, oblaciones hechas a la divina compañía por las caritativas mujeres.
Al fin sentóse a reposar, y mientras miraba lejos de él, hacia la puerta de los Rebaños, un fariseo que lanzaba con su honda guijarros a un águila mientras ésta describía rápidas espirales imperfectas en torno del cadáver de una alimaña, un anciano, cuya llegada no advirtiera, sentóse en un peñasco próximo y le saludó con la palabra Paz.
—Sea la paz contigo, hermano.
Y hablaron. El anciano habló al apóstol, con segura voz impregnada de sabiduría, de todas las ciencias, de todas las artes, de todas las filosofías, afirmándole conocer otras lenguas que él, solo sabedor de la aramea, no sospechaba que existiesen. Y en tanto que de los labios desconocidos fluía la plática, el tesorero divino se preguntaba si no sería la conversión de aquel hombre de figura majestuosa y de talento profundo como el Tiberíades y caudaloso como el Hinnon, el mejor tesoro que pudiera ofrendarle al maestro.
—¿Eres escriba?… ¿No? Entonces descarrías —como el rebaño que desoyendo las voces del pastor que le muestra la buena senda con su lanza, se precipita en los barrancos— las luces que te dio el Padre del que es mi maestro, siguiendo las idólatras falsedades de los Nicolaístas, de los Gnósticos o de los Simoníacos.
El viejo movía negativamente la cabeza. Y el santo no veía en sus ojos un sulfúreo brillo, ni en su frente, bajo los largos cabellos nazarenos, la insinuación de dos protuberancias córneas, ni veía en la tierra que hollaban sus pies las marcas bisurcas de unos cascos de macho cabrío.
—Mi religión no te es conocida. ¿Crees que el mundo está entre tu aldea y el mar Muerto y entre el monte del Mal Consejo y el Mar de Mármara? El mundo es inmenso y hay en él muchos hombres y muchos dioses.
—No hay más Dios que uno: el Galileo es su hijo y deber creer en él. Ha ordenado a las aguas, ha multiplicado los alimentos y ha vuelto la vida a cuerpos ya pútridos.
—Tu Dios es de debilidad. Si es fuerte y todopoderoso, ¿por qué no aniquiló a los escribas y a los saduceos que se burlaron de él cuando les dijo en el pórtico del templo que era el hijo de Dios? ¿Por qué no convierte a los judíos que le llaman impostor y se niegan a reconocerle por el Mesías?
—Porque nuestra religión no ama el rigor, sino la fraternidad. Pero oyéndole, muchos han visto la luz y han besado sus pies y le han llamado por su nombre: Hijo del verdadero Dios.
—Solo ha convertido a débiles y a mujeres. Y él, que reverencia a su Padre, ha obligado a otros hijos a que abandonen hermanos y deudos para seguirle. Pudiendo hacer el mundo perfecto, ha hecho que los animales para vivir se tengan que devorar los unos a los otros. Ama la adulación y se deja ungir los pies con perfumes, permitiendo que Juan y Jacobo murmuren de ti, porque propusiste la venta de ese sándalo para repartir a los menesterosos el producto… En vuestra peregrinación nada habéis hecho de divino. Esos milagros son naturales, y llegará el día en que sean comprensibles para todos los hombres. Los convertidos por vuestras predicaciones son pobres de espíritu, y por cada varón que habéis arrancado a Tiro y a Sidón y a Samaria, han olvidado el culto de sus hogares muchas mujeres para quienes la divinidad de tu maestro solo está en la barba rizada, en la elocuencia de sus frases, en los amplios ademanes imperativos y en el fuego de sus miradas que habla de otros fuegos concupiscentes.
—¡Herejía, herejía!

Fragmento del texto