Correspondencia de Juan Valera
€36.48 IVA incluido
ISBN rústica ilustrada: 9788498168730
ISBN tapa dura: 9788498973129
ISBN rústica tipográfica: 9788498163148
La Correspondencia de Juan Valera es un reflejo de su intensa vida como viajero y diplomático. Sus cartas, dirigidas inicialmente a sus padres están llenas de referencias a numerosas celebridades de su época y son, además, un inteligente testimonio del estado de cosas de la política y la economía europeas durante la segunda mitad del siglo XIX.
Sirva de ejemplo para entender la amplitud de miras de la Correspondencia de Juan Valera esta breve cronología, hecha a partir del sumario de la presente edición, donde podrá constatarse su ingente actividad como viajero y hombre de mundo. Valera escribe desde distintos países y continentes sin perder la perspectiva de la realidad local y el contexto global:
- Madrid, enero de 1847
- Nápoles, abril de 1847
- Cádiz, 23 de agosto de 1850
- Lisboa, 28 de agosto de 1850
- Río de Janeiro, 10 de abril de 1853
- Dresde, 7 de febrero de 1855
- Berlín, 26 de noviembre de 1856
- Varsovia, 30 de noviembre de 1856
- San Petersburgo, 10 de diciembre de 1856
- Fráncfort, 20 de junio de 1857
- París, 23 de junio de 1857
Madrid, enero de 1847
Fragmento de la obra
Querida madre mía: No puede usted figurarse cuántos proyectos de todos géneros hay en mi cabeza, y, sin embargo, cuán ordenados están, y qué filosóficamente moderados los anhelos que de llevarlos a cabo tengo para que no me haga sufrir mucho cualquier désappointement que sobrevenga.
Entre todos mis castillos en el aire, el que más me enamora es el de ver el modo de hacer senador a papá, sin que él lo quiera ni pretenda, pues éste es, según creo, el mejor modo de que a mí me abran las puertas de la diplomacia.
Usted sabrá que el señor Pidal, ministro de la Gobernación, es quien propone, en el Consejo de Ministros, las personas que más a propósito juzga para que se las nombre senadores. Ahora bien: Calvo Rubio es muy amigo de Pidal, y, así como los demás diputados por Córdoba, tiene grande interés, o al menos debe tenerlo, porque haya en el Senado algún personaje paisano suyo, y, siendo mi padre el más a propósito para el caso, no será extraño que fijen la atención en él y lo arranquen de su retiro con tan honorífico cargo. Días pasados, dicho señor Calvo Rubio habló a tío Agustín en este sentido, y quedaron en hacer lo posible porque lo nombrasen. Veremos qué resulta de nuestras maniobras.
Anoche estuve en casa de Montijo. Esta señora me recibió muy cariñosamente y me convidó para el baile que tendrá lugar el domingo próximo, en celebridad de los días de la hermosa Eugenia, su hija menor, que es una diabólica muchacha que, con una coquetería infantil, chilla, alborota y hace todas las travesuras de un chiquillo de seis años, siendo al mismo tiempo la más fashionable señorita de esta villa y corte, tan poco corta de genio, y tan mandoncita, tan aficionada a los ejercicios gimnásticos y al incienso de los caballeros buenos mozos, y, finalmente, tan adorablemente mal educada, que casi, casi se puede asegurar que su futuro esposo será mártir de esta criatura celestial, nobiliaria y, sobre todo, riquísima.
La señora condesa nos hizo un discurso muy largo sobre las ventajas que resultan de ser grande de España, y probando hasta la evidencia que los parvenus son una canalla que a cada paso descubren la oreja, por más espetadamente aristócratas que quieran parecer. Probó, además, con sólidas razones que los caballeros de alta nobleza son los que saben tener buenos modales y fina educación, y que se los distingue a leguas entre mil parvenus. Este discurso fue, con muchas frescuras, dirigido a un don Juan F• • •, que allí estaba, y que se atrevió a decir que había muchos duques y condes mal criados, estúpidos y sin conocimientos, en lo cual no andaba muy equivocado, aunque sí en decirlo en aquel sitio. Yo seguí en todo la opinión de la condesa, sin acordarme de que no era grande de España, así como ella tampoco se acordaba de haber sido Mariquita Kirkpatrik, y nuestro contrincante, aplastado bajo el peso de los más sólidos argumentos histórico-filosóficos, se tuvo que marchar avergonzado y casi convencido de que era un pobre diablo.
Apenas concluida la disputa, entró Peña Aguayo, y sin duda que si hubiera llegado a tiempo este moderno Ulpiano, hubiera defendido también nuestra causa, pues ya se sabe que sus instintos aristocráticos son muy grandes.
Después llegaron la marquesa de Villanueva de las Torres, la de Palacios, con su hija; las de Moreno, Juanito Comín, el marqués de Valgornera y otras varias personas, siendo para mí la más interesante mi antigua amada, la condesa de C• • •, que, con su desgraciado esposo, venía de Variedades. Y digo desgraciado, por no ser poca desgracia la que le espera a un hombre casado cuando su mujer es tan nerviosa, sentimental y fashionablemente desenvuelta y alegre de cascos como mi querida Paulina. Hablé mucho con ella, y ella misma recordó nuestros antiguos amores. Y casi me dio a entender que su marido le era aborrecido, y que echaba de menos los tiempos de su primera juventud, para ella muy dichosos. Con todos estos avances, ya se puede usted figurar que yo no estaría muy pacífico, así es que hubo pisotones y miradas lánguidas; me ofreció la casa, me dijo que fuera a visitarla, que todo el día estaba sola, y también puso en mi noticia la hora en que salía, adónde iba a pasear y cuándo acostumbraba estar fuera de casa su digno consorte. De estos acontecimientos se puede esperar un buen desenlace, aunque Paulina está tan estúpida como antes, y este defecto me desilusiona un poco.
Esta noche tenemos función en el Liceo y yo pienso ir, aunque no asiste la gente de tono, y las señoras aristócratas se desdeñan de mezclarse con tanta especie de gentecilla como va a estas fiestas, demasiado acanalladas y plebeyas en el día.
En otro correo le hablaré a usted de lo que en ellas vea y entienda, que creo, a pesar de lo que digan las altas clases, que han de ser divertidas.
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